LA BARRERA DEL SONIDO
- Venga, Rafa, si el colegio no puede ser tan terrible. Total cinco días pasan enseguida.
Por la noche, mis manos. Los nudillos, blancos de dolor y rabia aferrados con fuerza a la almohada empapada por las lágrimas. La voz de Marina amortiguada tras una cortina de agua, como enterrada bajo mil capas de arena, se aproxima hacia mí. La voz de Marina más cerca, más cerca. Sus palabras, cálidas como un abrazo, logran abrir mis dedos lentamente, con la cautela de una bisagra con herrumbre eterna. Entonces, cojo la voz de Marina con mis manos.
- El viernes ya habré terminado la goleta y, si por fin llega, podremos empezar con El Mirage”. ¿Qué te parece enano?. Ha llegado el momento de abandonar los barcos. Ya verás como la semana se pasa en un...
Sus dedos pellizcan el aire con un chasquido.
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Hacía tiempo que El Mirage se había adentrado en el espacio aéreo de mi hermana, sobrevolando nuestras vidas con el persistente zumbido de sus cuatro reactores a modo de banda sonora. Durante semanas y, ante una serie de folletos en color que recibió por correo, Marina estuvo sumida en una especie de éxtasis contemplativo, cuyo silencio solamente se permitía interrumpir con algún que otro monosílabo de cegada admiración. Aquel proceso culminó cuando, un viernes al llegar yo del colegio, me la encontré en la puerta de casa mordiéndose compulsivamente las uñas, dispuesta para arrastrarme hasta una tienda de maquetas en las cercanías de la Plaza Mayor.
Tanto me contó, durante el trayecto en taxi, sobre la perfección del vuelo de aquel aparato, que en algún momento llegué yo también a vencer la fuerza misma de la gravedad, como si el entusiasmo de sus palabras tuviese el poder de transportarme en vuelo rasante sobre la intensidad del tráfico madrileño en un viernes tarde.
-Imagínate, Rafa, El Mirage vuela a más de tres veces la velocidad del sonido, por encima de los 24 kilómetros de altura. Aunque nosotros nos tendremos que conformar con los 30 metros que alcanza el radio de acción del telecontrol.
Un frenazo ante el semáforo en rojo. Los ojos del taxista me sonríen con complicidad desde el espejo retrovisor.
-Este modelo tiene, además, un dispositivo que permite modificar en pleno vuelo la superficie y el perfil del ala, para adaptarla a las necesidades de cada velocidad. Ya lo estoy viendo volar sobre los árboles del Retiro planeando entre los vencejos. ¿Lo ves tú, enano? .
Marina toma mi mano entre sus dedos, apenas ya sin uñas, y los dos nos elevamos sobre los tejados de las casas, esquivando antenas, sintiendo cómo los árboles más altos nos hacen cosquillas en la tripa tan cerca de ellos cómo pasamos. Unas hojas de roble se quedan prendidas en los rizos negros de Marina. Cada apretón de su mano en la mía consigue modificar en pleno vuelo el perfil de nuestros brazos-alas para adaptarlos a las necesidades que la imaginación nos solicita. Sólo efectuamos un aterrizaje forzoso, cuando el dueño de la tienda de maquetas, sin advertir la aparatosidad del suceso, nos comunica que, aquel modelo no figura en existencias, que hay que pedirlo a Los Estados Unidos y que aún tardará unas semanas en llegar. Las hojas de roble se desprenden de los rizos negros de Marina y ella aprieta mi mano de nuevo.
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Qué seguridad, la cercanía de mi hermana Marina, habitando ambos nuestro propio y conservador limbo entre lo convergente y lo remoto. Una seguridad que me engordaba por dentro, convirtiéndome en invulnerable a cualquier tipo de amenaza procedente de mares exteriores al nuestro, y que me abandonaba en cuanto la fuerza de la corriente me obligaba a dejar atrás el radio de acción de su protector mando a distancia.
“¡Ya verás cuando lleguemos a Madrid!”. Había dicho Marina.
Yo iba a cumplir doce años y aún no conocía Madrid. Mis padres habían salido de España cuando yo apenas contaba unos meses, camino de la embajada en la que transcurrió (con la cadencia propia del clima tropical) el tiempo que constituía la, hasta entonces, totalidad de mi vida. Y aquella travesía la había hecho yo de la mano de Marina.
Mi padre era un ser lejano y melancólico que nos acariciaba la cabeza y preguntaba por la marcha de nuestros estudios en las raras ocasiones en que nos lo cruzábamos por los pasillos.
Mi madre mantenía charlas más largas con nosotros, siempre en inglés o francés, interrumpidas constantemente para corregir, con un gesto de cansino reproche, nuestra awful pronunciation. Cuando mi madre miraba hacia mí se sonreía. Los sonoros besos de sus labios pintados dejaban sobre mi cara pequeñas marcas rojas, como la huella de un animal ensangrentado, que ella se apresuraba a borrar con la punta de un pañuelo humedecido en saliva, como si su sola permanencia sobre mi mejilla revelase algún pecado inconfesable. Pero cuando sus ojos se posaban sobre Marina, hecho que ella procuraba evitar con cuidado disimulo, su boca se torcía en un rictus similar al que adquiría cuando alguno de nosotros confundía les verbes irréguliers. Entonces se dirigía a ella:
-Marina, hija, tendré que comprarte otras gafas, esas son realmente espantosas.
O bien:
-Deberías peinarte mejor si pretendemos domar esos terribles rizos.
La presencia perfecta de mi madre transfiguraba a Marina en la imagen misma de la desolación. Sus patéticos esfuerzos por imitar la languidez de los movimientos maternos, con el único fin de conseguir algún tipo de reconocimiento, producían en mí el irritable desasosiego de un escozor, mientras el estado febril que se apoderaba de mi hermana apenas le permitía balbucear, un par de frases inconclusas.
Solamente el día en que Marina hizo su primera comunión, mi madre nos sorprendió con un:
-Muy linda, hija mía, muy linda.
No lo dijo muy alto, ni miró a los ojos de mi hermana, sí no que clavó sus pupilas en algún punto de la pared por encima de su hombro izquierdo. Pero aquellas palabras encendieron el detonador de unos fuegos artificiales tras los cristales de las gafas de Marina, iluminando, como el mejor detergente blanqueador, su inmaculado traje de organdí.
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El eco de los tacones sobre la tarima, cerca, rítmicamente, más cerca. El desasosiego me aproxima hacia el ventanal abierto. Quiero evitar que una sola de sus caricias me arrebate a Marina, complicidad y cobijo, para sustituirla por esa frenética aprendiz de adolescente, que yo apenas conozco, y que emerge únicamente en su presencia. La urgencia me empuja hacia el jardín a través del ventanal. Antes de que los pasos de mi madre se detengan ante mi puerta: ¡Marina! Huyo descalzo por el césped.
Creo que nunca he corrido tanto por lugar alguno como el último año en la embajada.
Me sentía seguro en aquel jardín en el que todas las voces eran voces reconocibles. En el colegio, los niños tenían padres que trabajaban en embajadas y madres que se dirigían a ellos con frases cortas en inglés o francés. La similitud de nuestra vestimenta nos uniformaba como a marinos en fila de a dos sobre la cubierta de un portaaviones. Allí nadie conocía la prisa, todos habíamos pagado el mismo pasaje y, las necesidades, al abandonar cualquier tono apremiante, dejaban de serlo. Inmerso en aquel microclima yo me transformaba en un pez-camaleón mimetizado con el entorno, mientras mi vida transcurría plácidamente en las azules y tranquilas aguas de un mar mil veces navegado.
Pero nos alcanzó la tormenta.
Aquella mañana mi madre estuvo más cariñosa con nosotros que de costumbre. A mí me mantuvo un buen rato estrechado entre sus brazos e incluso acarició la cara de Marina con su enguantada mano recomendándole que no olvidara echarse todos los días la pomada para el acné. Cuando abandonó el cuarto, olía a yodo.
Por la noche mi padre cenó, sorpresivamente, en nuestra compañía y su voz sonó más grave que nunca.
-Mamá ya no va a vivir con nosotros. Ella nos quiere mucho, siempre nos va a querer, pero ya no puede vivir con nosotros.
No hubo más explicaciones, ni nosotros las solicitamos. Solamente mi hermana (desde la condición de adulto que le otorgaban sus, recién cumplidos, catorce años) se acercó a mi padre y le dio un beso en la coronilla “no te preocupes papá”. Entre sus brazos mi padre era un niño y, como yo, él también se sentía seguro mecido en el mar-Marina.
Marina no volvió a cepillar sus rizos negros, se calzó unos pantalones de sarga azul marino y, haciendo honor a su nombre, luchó contra los elementos, entregándose a la construcción de insumergibles réplicas de embarcaciones, que nos salvarían del naufragio. Carabelas, traineras, goletas, yates, fragatas, algún barco de pesca y, hasta un petrolero, cubrieron por completo las estanterías de su habitación y comenzaron a invadir la mía.
Al poco tiempo mi padre nos dijo que le trasladaban al Ministerio de Asuntos exteriores en Madrid.
-¡Ya verás cuando lleguemos a Madrid!- había dicho Marina.
Pero Madrid se lanzó sobre mí como una amenaza terrible. La sola mención del internado restallaba en mis oídos como la hebilla de un cinturón recién pulida.
- Solo será de lunes a viernes. Los fines de semana podrás pasarlos con nosotros. Ya verás como cinco días pasan enseguida.
El oscuro edificio cubierto de hiedra, se alzó ante los últimos días de mi infancia logrando ocultar para siempre la línea del horizonte, y me adentré en un embravecido mar de turbias aguas, aferrado (con la entrega que deposita el naufrago que no sabe nadar en su salvavidas) a la maqueta del bergantín que la noche anterior me había regalado Marina.
Durante los primeros días en el internado conseguí instalarme en una cómoda invisibilidad que me permitió desplazarme, como un navío fantasma, por aquel mundo desconocido en el que los demás habían decidido abandonar la niñez mucho antes de que yo lo hiciese. En clase me agazapé en una de las últimas filas con la esperanza de que nadie reparase en mi presencia y, sin levantar la cabeza, contaba las horas que faltaban para el fin de semana.
Solamente por las noches, después de cenar, en la oscuridad de mi habitación, me permitía llorar, sobre las velas de pergamino del bergantín de Marina.
-Eh tú, chaval ¿cómo te llamas?
Antes de volver la cabeza tuve la certeza de que aquella frase iba dirigida a mí. No fui capaz de articular un sólo sonido, casi podía sentir en mi cuello el ondear de una bandera cruzada por dos tibias, y sabía que cualquier palabra que saliera de mis labios, me abocaría para siempre hacía un destino desconocido desde el que no hallaría retorno posible. Afortunadamente ellos no esperaban respuesta alguna por mi parte, aunque el resultado iba a ser el mismo. Al grito de: ¡Al abordaje!. Me hicieron prisionero.
-Desde hoy te llamas Canijo y estás aquí para servirnos. Mientras tanto procura no estorbar en nuestro camino... Canijo.
Aquellos energúmenos se rieron con carcajadas ebrias de ron. Agaché la cabeza sintiendo cada risotada de Barrientos, el capitán del parche sobre el ojo, como la hoja de un cuchillo pirata en la nuca. A partir de aquel momento mi estancia en el colegio se limitó a un discurrir ininterrumpido de humillaciones que yo aceptaba con la sumisión de un grumete. Mi nuevo nombre me obligaba a hacerlo. Y fui Canijo durante meses.
-Quiero que todos escuchéis con atención este ejercicio. A ver si somos capaces de conseguir que aprendáis a escribir una redacción. Quesada, lee.
El mar se agitó bajo la voz del profesor y la suela de mis zapatos. Un golpe de viento me obligó a sujetarme con fuerza a la tapa del pupitre para no perder el equilibrio, e intenté leer el enunciado común a toda la clase: “Retrato de la persona más importante en nuestras vidas”. Mi boca sabía a sal.
Alguien dijo:
-Más alto.
-Se titula Mi hermana Marina.
-Más alto.
Y mirando hacia proa hablé de mi hermana Marina, más alto. De un juramento de amistad hasta la muerte, más alto. Vislumbré a Marina paseando por la orilla, más alto. Y entonces, entoné una oda a Marina cuyos sedosos cabellos brillaban al sol agitados por el viento. Dibujé unos ojos verde-mar que recorrieron el aula como una ola salpicando de gotas las frentes de mis compañeros. Y, por fin, todos ellos padecieron en sus carnes el poder hipnótico de su risa de sirena, mientras embelesados imaginaban, las perlas perfectas de sus dientes entre los entreabiertos labios del color del coral de mi hermana Marina.
-Joé, Rafael, no sabía que tu hermana estuviera tan buena.
Aún estaba tratando de asimilar la súbita recuperación de mi nombre de pila cuando una mano se posó sobre mi espalda.
-¡Coños, Quesada, a ver si me invitas algún día a tu casa!.
El tono de voz de Barrientos (que había dedicado su redacción a un árbitro de fútbol, ¡qué clase de pirata era ése!), adquirió un guiño amistoso desconocido hasta entonces para mí.
-Cuando quieras” musité mirando al suelo.
-Guay, tío, ¿Hace un partido?. Desde hoy tú juegas en mi equipo.
Cómo cada viernes el autobús del colegio se detuvo en la confluencia de María de Molina con La avenida de América.
Me apeaba bromeando satisfecho, rodeado por las desafinadas voces de mis compañeros, cuando la vi sonriendo sobre la acera.
Sujetaba entre sus brazos la caja, sin abrir todavía, de la maqueta del Mirage. Mientras avanzaba hacia mí dando saltos de impaciente entusiasmo, me deslumbró el corrector dental que brillaba entre sus labios como el filo de una armónica. Yo también iba a correr hacia ella cuando lo escuché.
-Joé que tía más fea ¿la conoces?.
Mi voz decidió por mí y atravesó tres y un millón de veces la barrera del sonido.
-¿Yo? ¡Qué va, para nada!.
Una ráfaga de palabras guijarros rebotando como granizo contra el cristal de las gafas de mi hermana.
- ¿Yo? ¡Qué va, no sé quien es!.
Antes de que los cristales se rompieran me di la vuelta.
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Por la noche, las manos de Marina. Sus uñas mordidas. Los nudillos blancos de dolor y rabia sobre la almohada empapada. Mi voz desconocida se aproxima hacia ella. Marina... más cerca. ¿Marina?, más cerca. Por fin sus dedos se abandonan a los míos lentamente, con la cautela de una bisagra con herrumbre eterna.
El vuelo bajo y ensordecedor de un Mirage rompe un hilo entre mi balsa y su isla.
(Ediciones Torremozas 2001. Colección "Ellas también cuentan")
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