ENSAYO PARA UNA POÉTICA DE LA CONFUSIÓN
Todo fue aquel año. El mismo año en que a mi padre lo empitonó por tres veces El Sobrao en Las Ventas.
Nos entregábamos a cazar gatos como si nos fuera la vida en ello y, una vez sin piel, los vendíamos por conejos a la pareja de recién casados del tercero izquierda. Por la noche, con el telescopio del padre del Pecas, los observábamos cenar gato a la luz de las velas, viéndose el uno en la cara del otro con ojos de agua y como fondo el vaivén de un violín inexistente. Mientras, el Pecas y yo, desde aquella posición privilegiada en una azotea del edificio vecino cuajada de antenas y ropa tendida, queríamos reír, aunque ninguno de nosotros sabría explicar la razón que nos impedía hacerlo. Entonces, yo fijaba la mirada en el suelo y avergonzado abandonaba presuroso nuestra atalaya de aprendices de espía. En mi huida hacia adelante dejaba detrás al Pecas que, murmurando reproches, se enredaba entre sábanas blancas intentando desmontar con su torpeza habitual el trípode del telescopio paterno. El Pecas estaba hecho todo un apóstol de la impericia.
Éramos chavales de desmontes y extrarradio. Sobrevivíamos como funambulistas en los márgenes de una ciudad que se nos iba echando encima. En los últimos tiempos, aquellas enormes moles se habían ido adelantando hasta adosarse a nuestros juegos con intensidad de lapa de hormigón armado. Atravesados por la rutina, nos dejábamos deslizar de vez en cuando en alguna gamberrada de baja estofa que imaginábamos heroica. Nuestro hábitat, no tan natural, lo constituían edificios de ladrillo, bajos y oscuros, de apenas cuatro pisos cada uno y ventanas pequeñas como ojos de buey. Al atardecer los mayores del barrio sacaban algunas sillas plegables a la calle y charlaban con alborozo algo excesivo. Quizás ellos también intentasen con aquel gesto, aferrándose a sus maltrechas entidades rurales, entablar su particular batalla con la amenazante avanzadilla urbanística. Sin embargo, yo estaba convencido de que el papel de víctimas propiciatorias en aquel nuevo entramado de civilización y asfalto recaía sobre nosotros. Si en otros tiempos habíamos sido a jornada completa dueños de inmensos eriales que constituían nuestro particular jardín del edén, ahora nuestros dominios se limitaban a un pequeño solar en el mal llamado Cerro Sacro que sabíamos no tardaría en caer en brazos de la especulación.
Recuerdo mi primera vez, por otra parte nada extraordinaria, en el solar del Cerro Sacro. Ella era amiga de mi hermana Marga y después supe se entregó a mí despechada por uno de los típicos desplantes chulescos de mi hermana. Alguien me contó que intentaba darle celos a Marga con quien se suponía le podía hacer más daño y en aquella historia de intensidad y tormento yo acabé siendo el único beneficiado. Recuerdo cómo, al terminar todo aquello, me sentí beodo y vacío a la vez. Me abroché la bragueta dándole la espalda en un último atisbo de pudor. Y era ya demasiado tarde cuando pensé que por lo menos debería haberle dicho adiós. Para entonces yo corría hacia la tapia dónde me esperaba sentado El Pecas con la cabeza vuelta hacia la noche. Y una vez alcanzados los límites del Cerro Sacro, hacía ya tiempo que había decidido dejar las despedidas para otro día.
De vuelta a casa, caminaba en silencio con mi amigo por el arcén, camino del barrio, cuando las luces largas de un automóvil nos deslumbraron, por un momento redujeron la velocidad y, finalmente nos dejaron atrás. Al alejarse pude reconocer el utilitario plateado de los vecinos del tercero izquierda y pensé en la visión confusa de nosotros dos que habían tenido los ocupantes del coche: dos preadolescentes abrazados abandonando al anochecer el Cerro Sacro como furtivos. Intuí que ellos, los recién casados del coche, sabían mejor que yo mismo lo que ese anochecer me había sucedido en el cerro, lo de menos era sobre quien se hubiera consumado. No me sentí más avergonzado por aquel posible malentendido de lo que ya lo estaba antes. Además se suponía que aquella experiencia iniciática, de alguna manera, tendería a cambiar mi vida y probablemente aquél era sólo el principio. Aquella noche me costó conciliar el sueño algo más que de costumbre. Para mi sorpresa a la mañana siguiente aparentaba seguir siendo el mismo.
Aquel fue el año en el que El Sobrao empitonó por tres veces a mi padre en Las Ventas. El resto de la cuadrilla lo arrastró hasta el callejón dejando tras ellos una culebra de sangre. En el centro del coso, como colofón a aquel rastro de grana, quedaron abandonadas las dos banderillas bicolor formando una cruz sobre el albero. Cuando vinieron las vecinas a comunicárnoslo, mi madre se santiguó y dijo que aquello no podía ser más que la señal de un mal presagio. Después mi madre corrió hacia el hospital, dejándonos de guardia en casa a mi hermana y a mí.
- Nunca se sabe. Puede llamar algún periodista – dijo mi madre con cierto orgullo.
- No llamarán – murmuró Marga mientras se encogía de hombros y estómago haciendo tintinear su pendiente umbilical.
Después mi hermana apoyó su espalda en la puerta por la que madre había salido, esbozó en mi dirección una mueca incierta que intentaba ser tranquilizadora, y no dijo nada más. Por entonces mi hermana Marga ejercía un aprendizaje intensivo de hembra de bandera. Todo su empeño estaba desplegado en aparentar ser a una de esas cuasimujeres que atraviesan la vida a pasos cortos y raudos sobre botas negras de plataformas excesivas, camuflan sus facciones bajo pálidos maquillajes de apariencia funeraria y cubren sus extremidades con infinitas capas de gasa negra que al avanzar dejan flotar tras de sí, como alas negras de mariposa. Cada istmo del cuerpo de Marga estaba atravesado por un aro de plata del que colgaba quincallería piratesca y en su omóplato izquierdo llevaba tatuado un código de barras que la identificaba como un producto cualquiera de primera necesidad. Los amigos de mi hermana Marga se hacían llamar siniestros, pero yo sabía que la luz emanada por la sonrisa de Marga era capaz de borrar cualquier atisbo de esa pretendida siniestrabilidad.
Aquella tarde El Maestro cortó dos orejas y un rabo que lo hicieron salir por la puerta grande. Los periódicos contaron cómo aquella jornada se había cuajado una faena que pasaría a la historia de la tauromaquia. Y, efectivamente, confirmando los vaticinios de Marga, nadie llamó a nuestra casa para preguntar por el banderillero empitonado.
Aquel fue el año en el que El Sobrao empitonó por tres veces a mi padre en Las Ventas. También fue el año en que Marga se hizo poner un aro plateado en el ombligo del que colgaba una calavera minúscula como un guisante. Pero, sobre todo, fue el mismo año en el que creí descubrir la existencia de seres que cuando sonríen se convierte en aire.
Un soneto me manda hacer Violante.
Soplaron vientos blancos de nieve en mi libro de literatura que entumecían mis manos sobre sus páginas. Se llamaba Aurea, que ya de por sí es un nombre un poco como de aire. Era recién llegada. Y después de presentarse a la clase con sonrisa tímida, iba preguntando por nuestros nombres y nos acariciaba la cabeza. Fue entonces cuando me llegó el turno. Ella deslizaba sus manos finas sobre mi pelo, cuando empezó a escarcharse su sonrisa y pude ver como se hacía de aire. Mientras yo entonaba mi nombre, algo terrestre, la señorita Aurea comenzó a elevarse, de manera casi imperceptible al principio, hasta que su cuerpo se estacionó en ese espacio más bien intermedio en el que mantener por un tiempo su estado de ingravidez. En aquel estado levitatorio se hallaba cuando nos explicó que venía a sustituir a nuestra antigua profesora de lengua y literatura. Continuaba flotando cuando yo me pregunté si desde aquel día sustituir pasaría a engrosar la lista de mis verbos favoritos y ella contestó que estaba segura de que seríamos buenos chicos. Y seguía Aurea elevándose como una inspiración cuando, interrumpiendo el soneto de Lope, sonó la campana y sus alumnos abandonamos la clase en tropel, al parecer sin que nadie más que yo hubiese percibido aquel extraño fenómeno. Cuando le pregunté al Pecas si él había observado algo fuera de lo normal en nuestra nueva profesora, me espetó como único comentario.
- ¿Está como un queso, eh?
Y en mi vida me he visto en tal aprieto.
Tras la marcha de mi madre al hospital, nuestro hogar se sumió en un estado de desolación que lo asemejaba a la parcela del Cerro Sacro. En aquellos días mi madre apenas aparecía por casa. Cuando lo hacía, nos dejaba sobre la mesa del recibidor algo de dinero para comida, metía algunas cosas en una bolsa de plástico con manos temblorosas y volvía a marcharse sin decir nada. A mí me rondaba en la cabeza la idea de que poco a poco aquel temblor de manos de madre me iba desatando de la calavera tintineante en el ombligo de Marga, de aquellas cenas románticas de gato por liebre a la luz de las velas de los vecinos del tercero izquierda, de la torpeza genética del Pecas y, sobre todo, de la tapia del Cerro Sacro, dónde yo había tatuado, como un petroglifo postmoderno, decenas de corazones atravesados por la palabra Aire. Así, con mayúscula. Aire, para disimular. Fue el día en que me juré que Aurea sería la segunda y la última.
Yo aún no había cumplido quince, Marga rondaba los dieciseis, y nuestros caminos se bifurcaban a ritmo trepidante de torrentera.
En aquel ambiente de presagios y anticipación teníamos que seguir adelante para conservar lo poco que quedaba de nosotros. Padre toreaba en su habitación del hospital contra un enemigo zaino y traicionero al que no conseguía rematar ni con puntilla. Madre seguía dejándonos el dinero en la mesa del recibidor. Y Marga hacía tiempo que ya no miraba de frente a mis ojos. A veces, desde la cama, la veía regresar a primeras horas de la mañana, después de haber recorrido mi hermana una vida que ahora sólo parecía querer desarrollarse bajo luces azuladas de neón. El dinero del recibidor desaparecía antes de llegar siquiera a verlo yo. No me atrevía a hacer preguntas, pero mis conatos de conversación los ahogaba Marga en sus ojeras matinales de protagonista de cine negro. En aquellas circunstancias yo intentaba mantenerme a flote esquivando en las escaleras los comentarios compasivos de los vecinos, las torpes palabras de ánimo esbozadas por el Pecas mientras me alimentaba con su bocadillo de mortadela, y maldiciendo para mí la estéril abnegación de mi madre, esa inútil abnegación que ella jamás podría dejar de lado. Pero más que a nada por aquellos días yo maldecía a todas horas la vanidad hecha estampa de mi padre en traje luces. Si padre hubiese pensado en nosotros, creía, jamás se habría dejado enganchar por El Sobrao aquella tarde. Si padre hubiera pensado en nosotros en vez de en su estúpida apostura en traje de luces jamás se habría dejado empitonar, me repetía con rabia una y mil veces.
Mientras tanto se aproximaba la época de los exámenes. Abandonado a mi suerte y sin nadie que ejerciese control alguno sobre mí, yo apenas aparecía por el instituto. Me levantaba tarde y, tras cruzarme con Marga en el pasillo en su camino de vuelta, salía a la calle arrastrando mis pasos. Aunque procuraba no perderme las lecciones de la señorita Aurea, la mayor parte del tiempo lo malgastaba vagando por el solar del Cerro Sacro, con la única compañía de algunos gatos que, estaba seguro, no volvería a cazar.
Sin embargo una mañana todo pareció construirse de nuevo. Mis padres regresaron a casa. Al parecer el viejo se encontraba mejor, había pedido el alta voluntaria y los médicos se la habían concedido bajo algunas recomendaciones. Aquella misma tarde la señorita Aurea me dijo que mis notas no eran las que se esperaban de mí y se ofreció a acompañarme unas horas en casa después de clase para ayudarme a preparar los exámenes. Durante aquellas jornadas de aparente normalidad, mis padres se encerraban en su habitación y nosotros ocupábamos el cuarto de estar, en cuyos rincones se iban amontonando varios ejemplares de poesía en castellano. Algunas tardes mi hermana Marga se dejaba caer en un sofá y en silencio nos escuchaba recitar a Rubén Darío con la voz entrecortada.
Un ¡Ay! de alguno que al mundo pronuncia el último adiós.
Porque que aquella recuperación precaria de nuestro mundo se empezó a resquebrajar por algún sitio. Durante un tiempo nuestros recitales fueron acompañados por un borboteo continuo que salía de la habitación de mis padres y que iba sumiendo a la casa en una opacidad de agua estancada. Una noche se volvieron a llevar a mi padre al hospital con encharcamiento pulmonar.
Aquel fue el año en el que El Sobrao empitonó por tres veces a mi padre en Las Ventas. El día anterior nos habían dado las vacaciones y mis notas finales no habían incorporado el bacarrá que se esperaba. Con la euforia reciente por los buenos resultados obtenidos, aquella mañana de sábado yo había intentado visitar al viejo en el hospital. No me dejaron pasar. Al parecer los pulmones se le habían terminado de encharcar y le habían conectado a un respirador artificial. Por una rendija de la puerta entreabierta pude ver a mi madre mirando a la calle. De espaldas a mí, con la frente apoyada en el cristal de la ventana, la cabeza de mi madre temblaba.
Cuando llegué a casa sentía que a mí también me faltaba el aire. Era una mañana especial dañada por el silencio. Entre las persianas semibajadas se filtraba un sol de junio que coloreaba la casa con un paisaje rayado. Aquella mañana de sábado yo también estaba rayado y extrañamente reflexivo y triste. Choqué con la mesa del recibidor. El dinero para la comida aún continuaba allí. En la cocina no quedaba ningún vaso limpio. Me serví agua en un bote de cristal que alguna vez había contenido mermelada. Recordé a Rubén Darío.
Como en un vaso vierto en ellos mis dolores
y el pesar de no ser lo que yo hubiera sido.
Olvidé a Rubén Darío cuando sobre mí se precipitaron de nuevo los presagios. Un ronroneo creciente de presagios convocándome desde el fondo del pasillo. Crucé la casa con tiento. La puerta de la habitación de Marga estaba entornada. En su interior se enardecía provocador aquel murmullo de presagios. Asomé la cabeza y las vi. En principio no supe distinguirlas. Dos cuerpos humedecidos como esponjas. Sus perfiles se fueron definiendo. Vi la calavera de Marga tintineando en la boca de Aurea. Vi la lengua de Aurea explorando el anillado vientre de mi hermana. El dolor me atravesó con dureza de carámbano De mi boca se escapó un gemido que se incorporó a sus arrullos y al recuerdo de Rubén Darío.
Y el horror de sentirse pasajero, el horror.
Aurea se volvió hacia mí. Intentaba cubrir su cuerpo con una de las gasas negras de Marga y esbozar una sonrisa. No fue capaz. Yo sentí cómo con ese atisbo de sonrisa todo se precipitaba. Cómo la gravedad tiraba de nosotros hacia el vacío. Y entonces la vi caer. Su descenso era vago y doloroso. Ella también se precipitaba a cámara lenta, enredándonos a su paso en aquella espiral de vértigo y parsimonia. Y a nuestro pesar los tres descendimos hasta la nada. Suavemente. Como plumas.
Recuerdo mi descenso que me llevó hasta la calle. En el portal me esperaba paciente El Pecas encaramado en la barandilla de las escaleras. Recuerdo que le di un empujón y, una vez más, lo dejé sentado en el suelo con su impericia genética. Recuerdo cómo mi huida me empujaba hacía la tapia del solar del Cerro Sacro. Quería borrar cualquier vestigio de aquellos absurdos grafittis de adolescente enamorado que nunca debieron de existir. Recuerdo que cuando llegué, dos voraces excavadoras hacían el trabajo por mí. No sé cuanto tiempo permanecí allí de pie. Recuerdo que intenté respirar. Recuerdo que cerré los ojos. Y recuerdo que cuando los volví a abrir vi, primero la tapia y después todo lo demás, desaparecer dentro de aquellas enormes fauces.
(Cuento registrado por Eva Gabeiras en el Registro de la propiedad intelectual)
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