VARADOS
Si se trata de retar, os juro que había bajado a la playa dispuesto a retar al temporal.
Aquí se transita sobre el borde afilado de la ola. Y la surada ha soplado del carajo esta mañana. Mas allá de las rocas, donde el cantil, arrecian nubarrones tremendos. Vejigas oscurísimas que radiografían la costa. Cenitales mascarones de proa con amenazas terribles tatuadas en el pecho. Y es que el océano aquí siempre ha dictado sus normas con modales más bien recios, de sargento de marines. Os cuento:
Germán corre hacia la orilla. Bajo el brazo, bien apretada contra un costado, su tabla recién adquirida. El sur le moja la cara de sal como un anticipo de mar. La vieja rosa de los vientos ha girado esta semana con ímpetu caprichoso de ruleta rusa, y hoy la suerte apunta a rolar a sudoeste. Antes de llegar a tocar el agua, Germán también se ve empujado a rolar. Esta mañana el viento le inyecta un respeto húmedo y antiguo, un miedo ancestral que le recorre el espinazo. Germán cobija la tabla de surf contra su cuerpo, se da la vuelta y emprende el camino de regreso. Así son las cosas, la cabeza gacha por el viento, o la vergüenza
Al cabo de unos minutos, está ya de vuelta a la dársena. Trae la tabla sobre la cabeza y la cerviz vencida. Las olas arrebatadas saltan como ovejas insomnes por encima del espigón de abrigo. Germán pasa de largo. Se sienta algo más allá, a sotavento, mirando al mar. Lleva puesto un buzo negro y amarillo de neopreno que ahora sólo deja al aire sus pies desnudos. A su lado, hincada en la arena, la tabla naranja de fibra de vidrio es un menhir costero de ultimísima generación.
Y de verdad que ha soplado del carajo esta mañana. Lo ha venido haciendo durante los últimos días. Esta misma noche, la marea se encaramaba al cielo y susurraba por las rendijas leyendas de ahogados enganchados a bateas. En noches como ésta, el mar ofrece a los Yonquis de salitre su particular sobredosis de plancton y de supersticiones. Después, el mar alza al viento su vozarrón de viejo lobo y desafía a la memoria de los desmemoriados. Y caray si tiene el mar para contar. Por si acaso alguien olvida, de vez en cuando el mar lanza un escupitajo de pompas fúnebres a la orilla con chulería legendaria. Como si fuera un piropo, o un insulto, que viene a ser lo mismo pero en forma de desecho. En este rincón, la memoria colectiva es el fantasma de un náufrago. El hilo musical, el lamento de una arboladura con la mesana partida.
Pero seguimos en la dársena. Ahora Germán piensa en la noche pasada. A Germán esta noche el viento no le ha dejado dormir. Y ha sido mucho lo que ha rugido el viento esta noche. Carajo que si rugió. Ayer, la flota quedó amarrada a puerto con los aparejos caídos, como orejas gachas de un can obediente. Aquí todos han aprendido a esperar. Las mujeres y los hijos del mar mejor que nadie. Durante la noche todos oyeron rugir al mar con las tripas de los barcos huecas, voraces de pescado fresco. Y es que por aquí siempre hubo temporales. Muchos son los temporales que os podría enumerar Germán. Desde niño, Germán ha coleccionado temporales como si fueran estampas de santos, o de futbolistas.
Esto es el Finis Terrae. A costa da morte. El fin del mundo. El fin del mar. El fin del fin. Hasta aquí se sabe quien manda. Más allá, es poco lo que se sabe y mucho menos lo que se quiere saber. Y si el que manda tiene el tamaño de un océano os aseguro que es mejor no rechistar. Al fin y al cabo aquí el que mejor calla es el que más otorga. El mar de otoño cuenta sus cuentos y en esta costa todos somos niños antes de dormir. Porque aquí todo el mundo tiene un sueño. Que no os engañen las apariencias, Germán también tiene el suyo. Y cuando Germán galopa en sueños nunca lo hace sobre la tierra firme. Pero hace ya tiempo que Germán aprendió, que si a uno lo coge desprevenido, el mar puede acabar con cualquier sueño. Por eso hay que estar tan atento. Sentarse así, muy quieto, como está Germán ahora, un poco como escorado y escuchar. Y es que ya se sabe que el mar de aquí es un mar caprichoso. Y algo esquivo. Y juega con ventaja.
Chino se le acerca desde el marítimo. Lleva puesto su anorak azul de plumas. Y no veáis cómo está El Chino de orgulloso con ese anorak.
- Qué hay, tío - dice Chino.
Germán recibe la palmada en el cuello con la impasibilidad de una máquina tragaperras.
- Aquí... Pensando... - contesta.
- ¡Ah! - dice Chino.
Germán entierra sus pies en la arena. Tiene los dedos amoratados por el frío y algo largos como percebes de sombra. El eslabón perdido, dicen de él sus amigos cuando quieren pincharlo. El viento esta mañana se esmera con la melena de Chino y deja asomar a la intemperie sus orejas de fauno. Chino también tiene su talón de Aquiles. Las orejas enormes de Chino siempre han sido el centro vulnerable de su diana. Germán lo sabe. Seguramente no es nada nuevo si os digo que por aquí no hay secretos, que más tarde o más temprano todo se acaba sabiendo. Chino se sube hasta las cejas el cuello del plumífero para intentar salvaguardar del vendaval sus apéndices de Dumbo.
- ¿Vas a salir hoy?- pregunta señalando al mar con la barbilla.
- Ya sabes. Tenía pensado hacerlo.
- Ya - dice Chino.
- Pero ya sabes. Luego hablan de más. El otro día en las noticias, el jodido hombre del tiempo nos llamó locos a los surfistas - dice Germán.
- No veas. Mi vieja me ha dicho que si salgo hoy con la tabla no vuelvo a entrar en casa - dice Chino.
Germán deja caer su brazo sobre los hombros de Chino y le da un pellizco amistoso en su oreja de soplillo. Por aquí todo el mundo sabe que la vieja de Chino es de armas tomar.
- A los de las noticias es mejor hacerles caso sólo de vez en cuando. Ya sabes. Para que callen - dice Germán.
- No veas la leche que tenía esta mañana la vieja.
- Puto hombre del tiempo. Además tengo un tobillo jodido.
- He tenido que soltarle que había quedado en el garito con Tom y contigo.
- Me lo escarallé el otro día.
- La hostia puta, si no hoy no me deja salir de casa.
- Ya sabes, una mala ola.
- La tipa me ha cerrado la tabla bajo llave en el garaje. No veas qué desayuno me ha dado esta mañana. No encontraba un momento para dejar de putearme.
- Mala suerte cuando uno pilla una ola así.
- Y es que está medio histérica la vieja con todo eso. Un marronazo todo lo de esta noche. Lo del padre de Tom y los otros.
- ¿Va a venir? - pregunta por fin Germán.
- ¿Quién?
- ¡Joder hostias!. ¿Quién va a ser?. Tom!. ¿No has dicho que has quedado aquí con él y conmigo?
- ¿Quién coño ha dicho eso?
- ¡Joder! Tú lo has dicho.
- ¡Ah!... Sí... Claro... Dije en el garito.
- Qué más da dónde cojones hayas quedado. ¿Va a venir o no?
- No, no creo... No jorobes que no te has enterado aún de todo lo de esta noche - dice Chino - debes ser el único.
El viento logra hacerse un sitio entre los dos. Ahora Chino mira al suelo. Germán se encoge de hombros. Desde el otro lado de la dársena se les acerca El Bruno como un paquebote. El Bruno siempre trae noticias frescas.
- Qué hay, colegas - saluda El Bruno
Los colegas reciben respectivas palmadas en la nuca con la indiferencia de una máquina expendedora de preservativos.
- ¿Os habéis enterado ya de lo del viejo de Tom?.
Los otros dos se encogen de hombros. Chino se lleva las manos a las orejas y asiente con la cabeza. Germán se zafa en el momento de confusión y espera para poder vadear esa laguna. Dada la situación, no le va a ser fácil evitar el que su ignorancia se haga demasiado evidente. Ahora los tres callan y miran al suelo.
- Tremendo palo, tíos - informa por fin El Bruno - Cosas del armador. Parece ser que ayer se empeñó en que salieran con A miña Meiga y Todavía no han vuelto.
- No veas. Se lo estaba yo contando a éste mamón, que últimamente es que no se entera de nada - dice Chino palmeando el cuello de Germán.
- Protección civil dio la alarma de madrugada. La Cruz Roja se le ha sumado hace un rato - constata el Bruno
- A Meiga es un buen barco - murmura Germán.
- No veas - dice Chino
- El mejor- dice El Bruno.
- Ya sabes - dice Germán
- ¡Putos marineros locos! - escupe Chino.
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Los campaniles de la pin-ball llevan un buen rato tocando a rebato con nocturnidad y alevosía. Germán se enfrenta a ella con una rabia vieja de amante despechado Y van para cuatro las noches sin noticias. Esta noche los tres esperan a Tom en el garito. Cuando alguien abre la puerta, el mar de otoño suelta allá afuera sus rugidos locos de cancerbero y el sur se cuela del brazo del recién llegado hasta el fondo del local. Nadie se ha atrevido todavía a quitarse la ropa de abrigo. Chino lleva puesto un gorro de lana que le tapa las orejas. Hasta ahora, no se podría decir que hayan hablado mucho.
- Joder, hostias ¿qué le vamos a decir? - Pregunta por fin Germán.
Soltada la pregunta, Germán aprieta con fuerza los botones de la máquina. De un solo golpe de muñeca, lanza hacía la cima la bola de acero por la rampa de doble curva de la pin-ball. Chino saca unas monedas del bolsillo y programa su tema favorita en la Juke-box. El Bruno intenta cazar una mosca al vuelo con la zurda. La máquina de Germán canta partida. A la pregunta sin respuesta la arrastra consigo el viento hasta el fondo del garito.
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Cuando entra Tom a los tres se les pone mirada de agujero negro.
- Qué hay, tíos - dice Tom.
- Aquí - dice Chino
- Ya sabes - dice Germán.
El Bruno convierte su mano en un puño a solo unos palmos de la nariz de Tom.
- Mira. Cacé una mosca con la zurda - dice El Bruno.
- Ya veo - dice Tom.
El Bruno deshace su puño. Ante la nariz de Tom, como en un truco de ilusionista novato, la palma de la mano aparece vacía.
En la máquina, la bola de acero afronta un triple looping y salta hacía el lateral. Hasta ahora nadie ha echado de menos su palmada en la nuca. Maldita máquina. Esta noche ninguno está para palmadas en la nuca. La bola de acero baja la rampa lateral al ritmo del cometa Halley. Germán intenta desviarla. Embiste a la máquina con una furia nueva de bisonte en celo. La Pin-Ball levanta su advertencia de tarjeta amarilla. Chino programa su canción por octava vez en la Juke box. El Bruno, de un quiebro, consigue por fin su mosca. Maldita máquina. Germán emprende una nueva embestida con rabia renovada. La pin-ball acaba por enmudecer. Tarjeta roja. Maldita, maldita máquina.
- ¡Joder!. Falta - dice Germán.
- Ya te digo. Es que eres pelín bestia ¿no?- dice Tom
- No veas - dice Chino.
- Ya llevo tres esta semana - dice El Bruno.
El Bruno deshoja su mosca como quien deshoja margaritas.
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Hay una pared nueva.
- Ahí la tienes - dice Germán - es toda tuya.
- No jodas - dice Tom.
Chino y El Bruno asisten a la escena con sonrisas serias de cierto pudor.
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Germán la había encontrado esta mañana al final del muelle norte. En total podría tener unos ocho metros cuadrados, quizás diez. En otras circunstancias una pared así no habría permanecido limpia en sus manos durante mucho tiempo. En cuestión de paredes aquí no se concibe el barbecho. Pero es que hace sólo unos días nada habría sido igual. Todos saben que estas circunstancias son circunstancias excepcionales. Os aseguro que en otro momento, cualquiera de ellos se habría dejado arrancar el pellejo por cada centímetro cuadrado de un paredón como éste. Podría decirse que jugarse a la gran ola su parcela de grafitti había sido siempre para ellos cuestión de honor. O más aún, de vida o muerte. Hasta ahora, el que ganaba escogía el frente de la pared. Los segundones se tenían que conformar con rellenar los extremos. El último, además de soportar la humillación, estaba obligado al abastecimiento de aerosoles de pintura. Sin embargo hoy los tres lo tienen claro. Esta pared son palabras mayores. Un regalo de reyes fuera de temporada, había dicho El Bruno. El Bruno a veces tiene alma de poeta. Cuando Germán lo propuso no hizo falta discutirlo. Por una vez todos de acuerdo. Esta pared sería entera para Tom.
Pero ahora Tom no sabe qué más decir. Siempre ha sido un poco torpe el bueno de Tom para las palabras. Y es que Tom, en cuanto a reacciones, aún está un poco pez. Carajo, pero es que uno no recibe todos los días un brindis de esta envergadura.
Chino deshace el entuerto cuando le enseña a Tom una enorme bolsa de deportes cargada de aerosoles de pintura.
- No nos lo agradezcas. Son todos del taller de chapa de mi tío - dice Chino.
Tom saca unas gafas con cristales de espejo de un bolsillo del lado izquierdo de su cazadora. Parece ser que los ojos de Tom. Debe ser la sal. Ya se sabe que este puto viento.
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Después:
- Azul cobalto - dice Tom alargando una mano hacia Chino.
Chinó le tiende el bote de aerosol. Tom da dos pasos. Lanza un beso a la pared. Se quita las gafas de espejo. Sacude el bote de pintura. Y por fin, desvirga la pared de azul cobalto.
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Nadie dice nada. Sentados a unos metros por detrás de él, en el bordillo de la acera, los tres han estado observando fascinados las evoluciones pictóricas de Tom. Chino le ha agrupado los aerosoles por colores en el suelo. Y no exagero al deciros que hay un montón de botes y un montón de colores. Pues bien, ésta es la manera en la que Tom ha estado hasta ahora actuando ante ellos.
Tom se acercaba a los botes de pintura y los recorría uno a uno con la mirada hasta que escogía color. Tomaba el bote elegido y lo agitaba. Después Tom, tras alejarse unos pasos de la pared, entornaba los ojos para a continuación ir aproximándose despacio. Parecía que Tom se hubiese propuesto hacer, ante aquella pared del muelle norte, una extraña ofrenda. O una extraña contienda, que Tom empuñaba el aerosol más bien en alto, como si fuera un arma. Un arma pacífica, de creación, podría haber dicho El Bruno.
El caso es que poco a poco, aquella figura que ahora parecía querer salirse de la pared se había ido revelando para ellos, como un holograma fantástico, casi pétreo, casi acuoso. Y esto es lo que Tom había pintado y ahora tenían delante los otros tres:
Surcaba las aguas sobre una tabla de colores brillantes, encaramado a la cumbre de una gran ola. La mejor ola que ninguno de ellos llegaría a remontar jamás. Sobre él, un cielo plomizo coronaba de amenaza aquella hazaña. El mar verdiazul, plagado de olas, se revolvía bajo sus pies y abría para él autopistas de espuma que cabalgar. De la parte superior de su espalda surgían dos inmensas alas color plata, desplegadas al viento, como velas. Cada músculo de aquel cuerpo se tensaba sobre el mar en un reto doloroso del que, pese a todo, parecía poder salir vencedor.
Solamente había un detalle que ninguno de los tres terminaba de entender bien. Tom había dejado sin pintar una parte minúscula de la tapia. En vez de cara, aquel dios marino, aquel jinete alado, aquel Poseidón rey de los todos los grafittis, tenía un agujero por el que se veía la cal de la pared. Como si Tom, a través del rostro de aquella figura, permitiera a uno asomarse a ver la noche. Una noche toda luna. Una noche blanquísima.
No tardaron mucho tiempo en entenderlo. La última parte del cuerpo de aquel hombre que Tom pintó fue su mano derecha. Cuando la terminó, Chino incrustó su codo en los riñones de Germán. No habría hecho falta que lo hiciera. A esa mano de la pared le faltaban tres dedos. Y aquella historia había dado que hablar durante años.
Cuando Tom aún era un niño, al padre de Tom, un cabo de acero suelto le había restallado en la mano derecha una noche de temporal en aguas jurisdiccionales canadienses. Estaban al fletán. Él mismo se había hecho un torniquete y se cauterizó al rojo las heridas. Los días siguientes había continuado faenando como si en vez de heridas en las manos, el padre de Tom tuviese aparejos. Cuando el padre de Tom llegó a tierra, antes de pasar por su casa, había tenido que entrar en un hospital a que le amputasen desde la base los tres dedos engangrenados. Ya os he dicho que aquella historia.
Pero estábamos en que ahora los tres miran a Tom. Haceos una idea. Decíamos que los tres están mudos, sentados sobre el bordillo y todavía un poco impresionados con el mural. Todos miran a Tom. Y después a la pared. Y vuelven a mirar a Tom. Tom también se ha apartado unos pasos de la pared y también mira hipnotizado a los ojos del hombre que no tiene cara, ni ojos. Hace tiempo que Tom se ha quitado las gafas de sol, pero ahora Tom entorna los párpados como si desde la pared, una luz invisible le aplicase un tercer grado.
Mucho más tarde, El Bruno diría que en ese momento Tom parecía intentar ver, dentro del rostro de aquel hombre sin rostro, algo que ninguno de ellos tres podía ver. Algo que quedaba más allá del hombre sin rostro, más allá de ellos mismos, más allá de la gran ola y más allá del mar. El Bruno dijo también que si Tom hubiera querido, podría haber encontrado todo lo que buscaba sólo con mirarse en el espejo. Ya hemos dicho antes que El Bruno, pero eso también lo había dicho el Bruno mucho, muchísimo tiempo después.
Ahora estamos en que Tom sigue mirando inmóvil hacia la pared del muelle norte. Y nadie podría decir el tiempo que ha pasado, cuando, sin volverse, Tom alarga su brazo hacia Chino y sólo dice.
- Negro.
Tom no espera a la reacción de Chino, empuña aerosol y voluntad, se muerde el labio inferior y se lanza hacia la pared, como si a espaldas de Tom, en vez de sus tres amigos, le arreciasen cienmil temporales.
Al principio todos creen que Tom por fin va a desvelar la cara oculta del navegante solitario. Pero en cuanto Tom aprieta el aerosol, los tres se dan cuenta de que son otras y muy distintas sus intenciones.
Primero, Tom rellena de negro la cabeza del hombre, como si detrás de su rostro hueco hubiese un ojo de buey por el que ahora sólo se pudiese ver otra noche. Una noche mucho más oscura. Una noche untada de brea o alquitrán. Después Tom continua garabateando en negro cada músculo de ese cuerpo que antes había cincelado a buril. Tom coge con rabia otro bote de pintura negra y sigue con las alas que eran plateadas. Un bote más, y desaparecen la tabla de colores brillantes y ese cielo de plomo derretido. Otro bote, y Tom borra la gran ola y las demás olas verdiazules. Un último aerosol, y Tom se ensaña con la mano izquierda de cinco dedos. Hasta que por fin Tom, fuera de sí, termina con la otra mano. La derecha. La mano que, sus tres amigos saben, perdió tres dedos una noche de temporal, al fletán, en el banco pesquero de Terranova.
Al final , solo hay negro.
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Ninguno de los tres dice nada. De espaldas a ellos los hombros de Tom tiemblan como si en vez de omóplatos tuviese motores de espasmos. Durante un tiempo, el viento y los hombros de Tom son los únicos que osan moverse delante de la pared negra del muelle norte. Y allí siguen los tres sentados durante siglos, sin hablar ni mover un músculo, con los huesos entumecidos bajo el temporal, hasta que al final Germán se atreve a decir no demasiado alto:
- ¿Hace una partida en el garito?
- ¿Tú crees ...? - murmura apenas El Bruno.
- ¡Maricón el último! - grita Chino algo nervioso.
No llegan a moverse. Antes de dar un paso, Tom se da la vuelta y, con las manos embadurnadas de pintura negra, se encara hacia ellos.
- ¡No lo entendéis!. ¡Ninguno de vosotros puede entenderlo, carajo!.
Sus amigos no se acercan a él. Los tres le miran, pero ninguno es capaz de acercarse. Tom mira a su vez hacia ellos, calla unos segundos y dice.
- ¡Es que ya no recuerdo su cara!. ¡Joder, que no puedo recordar su cara!.
Entonces, delante de sus tres amigos, sobre ese fondo negro en el muelle norte del Finisterre, Tom se tapa la cara con las manos.
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Mas tarde, los cuatro caminan en silencio hacia el garito. Nadie parece tener prisa a pesar del viento.
Y este mar, que les da en la cara.
- Impresionante - dice por fin Germán.
- ¡Bah! No era para tanto - dice Tom.
- Ya sabes - dice Germán.
- No veas - dice Chino.
Chino se encaja el gorro de lana sobre las orejas. El Bruno no dice nada. Busca una mosca. No hay moscas bajo el temporal, piensa El Bruno, ese alma de poeta.
(Relato registrado por Eva Gabeiras en el Registro de la propiedad intelectual)
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